Desde lo del Líbano yo ya no me fío ni de mi maquinilla de afeitar. ¿Qué digo, mi maquinilla de afeitar...? ¡Ni de mi cepillo de dientes, que ni siquiera es eléctrico! ¿A qué mente tan retorcida se le pudo ocurrir convertir los objetos domésticos más inofensivos en mortíferas armas de guerra? Que otras mentes igualmente retorcidas elaboraran complicadas estrategias para lograr que esas armas llegaran a quienes tenían que llegar no resulta menos sorprendente.